Fue a raíz de una propuesta improvisada, un mensaje que no esperábamos de una amiga que vivía en Guildford, una ciudad a las afueras de Londres: “¿Os venís a la Comic Con?”.
Mi pareja y yo no nos lo pensamos mucho. Un vistazo a la cuenta bancaria, un par de clicks en Ryanair y listo: Nos íbamos a la convención bi-anual de cómics de Londres, que a pesar de su nombre engloba mucho más que el género de las viñetas: en dos gigantescas naves, cientos de stands dedicados a cómics, series, películas, videojuegos y juegos de mesa luchan por capturar la atención de los visitantes y hacerlos participar en esta celebración de la cultura nerd.
Llegar desde Edimburgo a la Comic Con no fue fácil. El viernes por la tarde, cogimos un avión desde Edimburgo al aeropuerto de Stansted, un bus desde al aeropuerto a la estación de Waterloo y, desde allí, un tren a Guildford, donde dormimos unas cuántas horas para recargar baterías. A la mañana siguiente, con un Cola Cao en nuestros estómagos (siempre hay Cola Cao en casa de los emigrantes españoles, igual que siempre hay cajas de galletas con enseres de costura en casa de cualquier abuela), un cercanías nos acercaba de Guildford de vuelta a Londres y desde allí, un cambio de vía nos llevaba al Abu Dhabi National Exhibition Centre.
Aquel edificio de aspecto moderno y sobrio, todo líneas rectas y cristal, albergaba en su interior un verdadero paraíso hecho por y para frikis. De camino a la entrada, vimos a Spiderman y Deadpool hacerse fotos junto a un niño que no podía creerse su suerte. Junto a las vallas de la convención, un ejército de stormtroopers nos ordenaba seguir caminando hacia las puertas, mientras Kylo Ren nos miraba amenazadoramente. En la cola, que avanzaba a una velocidad inusitada, nos acompañaba Rick Sánchez, McCree, Spock, Alicia, Jack Skeleton, Jessica Jones y el Pingüino (que gritaba enfurecido cada vez que se cruzaba con Batman) entre otros miles de personajes de ficción que cobraban vida gracias la pasión y el esfuerzo de los cosplayers.
Una vez dentro, la sensación era de sobrecarga. ¡Dibujantes de Marvel firmando! ¡Los creadores de Little Witch Academia!¡Una explanada con decenas de Nintendo DS a las que jugar! ¡Una tienda con réplicas de las armas de Juego de Tronos! ¡Un puesto donde comprar dorayakis! ¿Has visto a ese Cayde-6? ¿Has visto a esa Bella steampunk? ¿Y a Goku? Un niño en una juguetería no habría estado tan feliz y emocionado como nosotros allí. Miraras hacia donde miraras, siempre había algo que ver o curiosear, un puesto al que ir, un juego que probar, un cosplay que señalar.
Nos llevó siete horas y muchas, muchas vueltas poder verlo y disfrutarlo todo. Pese a que con tanto merchandising para comprar era fácil dejarse llevar, al final terminé gastando únicamente cinco libras en cumplir un sueño de infancia: Montarme en el mismísimo DeLorean. Y no viajé a 1955, pero sí al momento en que vi por primera vez Regreso al Futuro y acompañé a Doc y Marty en su increíble aventura. Además, cada penique recaudado por subirse a aquel coche iba destinado a una protectora de animales. El dinero mejor invertido del año.
Al final del día, exhaustos de tanto andar por ahí con la boca abierta, salimos a los jardines que rodeaban el centro de exhibiciones. Allí, bajo las últimas luces de la tarde, se reunía una muchedumbre que conversaba plácidamente sobre las cosas que les unían, ya fuera el personaje de un libro o el episodio de una serie que les había hecho saltar sobre el sofá. Había una sensación general de comunidad, de que a pesar de que no nos conocíamos los unos a los otros, todos teníamos algo que compartíamos: el poder suspender a veces la realidad para entrar en mundos donde no importa el nombre, el género o la raza, sólo la pasión que se siente por una historia que, entre todos, hacemos nuestra.
Volvería sin dudarlo sólo para vivir aquel día de nuevo. Quizás tenga que hacerme con un DeLorean.